Tengo en las manos un ejemplar de Cartas a Theo, de Vincent Van Gogh: las cartas que el pintor escribió a su hermano a lo largo de muchos años.
Cuando leí por primera vez este libro, aún no me gustaba la pintura. En sus cartas, Van Gogh escribía acerca de los paisajes que visitaba en sus caminatas y paseos, sobre cómo plasmar la luz y el color de una llanura, de un rostro; cómo desde el motivo hasta la forma definitiva en el lienzo, luchaba por desarrollar el estilo por el que ahora todos lo conocemos… Algunos libros funcionan como aquella magdalena que llevó a Proust a escribir A la busca del tiempo perdido.
Leí por primera vez Cartas a Theo en unas circunstancias singulares, en un cuartel, y por recomendación de un compañero pintor, un amigo al que no he vuelto a ver. Pudo disponer de un cuarto con sus lienzos y pinceles, donde pasaba sus ratos libres. Lo recuerdo abriéndome la puerta de su refugio, con su bata blanca salpicada de óleo.
He abierto el libro por una página elegida al azar y he leído un párrafo. Luego he vuelto a cerrarlo:
«Tengo en marcha un nuevo motivo: campos en la lejanía, verdes y amarillos, que he dibujado ya dos veces y que comienzo en cuadro, absolutamente como un Salomón Goning, ya sabes, el alumno de Rembrandt, que hacía las inmensas campiñas planas…»

(21 de junio de 2019, viernes)